NÚMERO 87, NHG PÁGINA 50
Apasionados viajeros, los griegos crearon una lista de siete monumentos que por su grandiosidad y belleza admiraron a quienes los contemplaban, y cuya leyenda ha llegado hasta nuestros días.
«El muro de la áspera Babilonia, por donde marchan los carros,/ y este Zeus a orillas del Alfeo los contemplé,/ como los jardines colgantes y el coloso de Helios,/ y el inmenso trabajo de las elevadas pirámides / y la tumba gigantesca de Mausolo; pero cuando divisé / el templo de Artemisa que se alza hasta las nubes, / las otras maravillas fueron eclipsadas, y dije: aparte de en el Olimpo, / el Sol nunca pareció tan grande». En apenas ocho líneas, el poeta Antípatro de Sidón, del siglo II a.C., reúne en este poema las obras más admirables de su época: los muros y jardines de Babilonia, la estatua del dios Zeus en Olimpia, el Coloso de Rodas, las pirámides de Gizeh, el Mausoleo de Halicarnaso y el Artemision de Éfeso. Tan sólo habría que añadir a la lista el Faro de Alejandría para enumerar las canónicas Siete Maravillas de la Antigüedad. De este modo, sin haberlo previsto, Antípatro dio inicio a la carrera de un mito que trascendería los siglos.
La lista formó parte de la sabiduría popular en época romana: el poeta Marcial se refirió al Coliseo de Roma, cuando se inauguró en el año 80 d.C., como uno de los muchos monumentos que aspiraron a parangonarse con las famosas Siete Maravillas.
Algo más tarde aparecieron tratados -como el atribuido a Filón de Bizancio (probablemente del siglo V o los escritos por Gregorio de Tours (siglo VI) y Beda el venerable (siglo VIII)- que discutieron las excelencias de cada monumento y, posteriormente, sirvieron de inspiración a los artistas del Renacimiento. La mística de las Siete Maravillas comienza por el número de obras seleccionadas: son siete, como siete fueron los sabios de Grecia y las colinas de Roma en la pagana Antigüedad y siete son los pecados capitales de la religión cristiana.
Forman una lista que puede parecer, al principio, arbitraria: dos estatuas de culto (la del dios sol Helios en Rodas y la de Zeus en Olimpia), dos tumbas reales (la pirámide de Keops y el Mausoleo de Halicarnaso), unos jardines (los de Babilonia), una atalaya (el Faro de Alejandría) y un templo (el Artemision de Éfeso). Sin embargo, gracias a la popularidad de esta lista, se denomina colosal a todo aquello de desmesuradas proporciones, tal como se creyó que era el llamado Coloso de Rodas; o mausoleo a las lujosas tumbas de grandes personalidades, en recuerdo a la que el rey cario Mausolo construyó en Halicarnaso; y todos los faros se llaman así desde el primero que se levantó en la isla de Faros, en Egipto.
La leyenda de las Siete Maravillas es una creación helena. Fue Heródoto, considerado el padre de la historia y un gran viajero, quien, en el siglo V a.C., dedicó, admirado, las primeras páginas de su Historia a esas maravillas dignas de tal calificativo en Babilonia y Egipto. Por una extraña coincidencia, la misma patria del historiador, Halicarnaso, fue, poco después de su muerte, la sede de una de esas maravillas: el Mausoleo.
Para cuando se confeccionó la lista canónica de las Siete Maravillas, en época helenística (323-30 a.C.), Alejandro Magno y había guiado a los griegos en una expedición exitosa a través del Imperio persa y había conquistado ese mundo cuyo esplendor había fascinado a Heródoto; poco tiempo después, la dinastía de los Ptolomeos hizo de Alejandría, en Egipto, un centro internacional del saber, con el Museo y su famosa Biblioteca, y erigió a la entrada del puerto de la ciudad otra de las maravillas: el Faro.
El bibliotecario Calímaco (305-240 a.C.) escribió una obra titulada Una colección de maravillas terrestres a través del mundo y, poco después, Antípatro de Sidón compuso el famoso poema. En aquellos lugares donde antaño se elevaron majestuosas las Siete Maravillas (Babilonia en Irak, Olimpia en Grecia, Éfeso y Halicarnaso en la actual Turquía) no hay ahora más que ruinas o decepcionantes espacios vacíos, producto del expolio. En las reliquias del presente contemplamos el fracaso de nuestro pasado, que había encumbrado estas siete obras maestras como un legado para toda la eternidad.
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