martes, 25 de enero de 2011

Hattusa, la capital del Imperio hitita


NÚMERO 86, PÁGINA 40 NGH

  Entre agrestes colinas y rodeada por una poderosa muralla de seis kilómetros, se alzaba Hattusa, la capital del gran Imperio hitita, que dominó Anatolia y el Próximo Oriente en el siglo XIII a.C.

Rodeada por imponentes murallas, con una ciudadela y numerosos templos en su interior, Hattusa, en el centro de la actual Turquía, fue el corazón del poderos Imperio hitita; luego cayó en el olvido. Con la apertura de las murallas comenzaba la intensa actividad diaria en una ciudad que se extendía sobre casi doscientas hectáreas de terreno y que en tiempos del Reino Nuevo hitita, entre 1370 y 1270 a.C., alcanzó su máximo esplendor bajo soberanos como el gran Suppiluliuma I, vencedor de los hurritas de Mittani, el enemigo secular de Hatti. Hattusa, la turca Bogazköy o Bogazkale, ocupaba una posición privilegiada en el centro de las rutas que cruzaban Asia Menor, en una región regada por el río Marassanta (actual Kizil Irmak) y rodeada por la cordillera del Ponto, el macizo de Armenia y los montes Tauro.
Asentada sobre un terreno accidentado, el centro de Hattusa se encontraba en la zona llamada en turco Büyükkale, la «gran defensa», donde se alzaba el palacio real. Este promontorio amurallado, desde el que se dominaba el espacio circundante, tenía una larga historia: en él se había alzado la acrópolis del karum o factoría comercial asiria cuya actividad, entre 1900 y 1700 a.C., favoreció el desarrollo de Hattusa.
A la ciudadela se entraba por tres puertas vigiladas por torres que daban paso a tres patios consecutivos, alrededor de los cuales se abrían edificios administrativos y almacenes, el templo, las estancias del rey y de sus esposas (entre ellas la principal, la tawannana, transmisora de la legitimidad en la sucesión), así como las de sus descendientes, y la sala de audiencias o del trono. El palacio era el símbolo del poder absoluto del monarca. El tabarna o «gran rey» velaba por sus súbditos, y su título de Mi Sol daba cuenta de su grandeza y de la protección que recibía de los dioses; no en vano era divinizado a su muerte. Dada su estrecha relación con los dioses, el rey era también sumo sacerdote y dirigía los principales ritos. Era, además, comandante supremo del ejército y garante de la justicia.
Los funcionarios que trabajaban en palacio eran numerosos: desde el jefe del tesoro real, donde se acumulaban los regalos de los Estados vasallos y los botines de guerra, hasta los portadores de la lanza y el cetro del soberano, pasando por heraldos y sacerdotes. A su servicio y al de la corte se afanaba un enjambre de coperos, cocineros, panaderos, cerveceros, músicos, bailarinas, médicos... Y también de esclavos, que se atareaban en cocinas y almacenes. Había muchos sacerdotes en el palacio y fuera de él, ya que, además de sus propias deidades, los hititas rindieron culto a múltiples dioses tomados de otros pueblos del Próximo Oriente, como los hurritas.
De ahí la existencia de numerosos templos dedicados a las divinidades a las que se designaba con diferentes lenguas. En Hattusa se han localizado más de treinta templos que, en general, constaban de un sótano y una primera planta donde se hallaba la entrada, el patio central con las habitaciones y almacenes a su alrededor, y una sala de culto en la que se custodiaba la estatua de la divinidad, hecha en metal o madera y dispuesta sobre un pedestal. Pero la ciudad de Hattusa no la formaban sólo palacios y templos. En su interior se movía una población de más de 100.000 personas, a la que se sumaban los numerosos visitantes. La capital hititia era uno de los centros más cosmopolitas del Próximo Oriente, tanto como lo podían ser Babilonia en Mesopotamia o Tebas en Egipto.
Pero su brillo se fue apagando lentamente a partir de 1250 a.C. El reino de Hatti entró en crisis debido a la cada vez mayor independencia de los territorios conquistados y a las continuas guerras civiles relacionadas con la sucesión al trono. Suppiluliuma II, hijo de Tudhaliya III y último rey hitita mencionado por las crónicas, desapareció repentinamente de la historia hacia 1190 a.C. al mismo tiempo que Hattusa fue destruida y abandonada.

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