lunes, 24 de enero de 2011

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA: Champollion descifra los jeroglíficos

NÚMERO 86, PÁGINA 28 HNG
Champollion descifra los jeroglíficos
En 1822, el lingüista francés Jean-François Champollion logró descifrar la escritura jeroglífica egipcia. La clave fue el estudio de la piedra de Rosetta, una inscripción bilingüe hallada en Egipto en 1799.

En 1822, el erudito francés Jean-François Champollion demostró que la enigmática escritura del Antiguo Egipto podía leerse. La Piedra de Rosetta fue la clave de su sensacional descubrimiento. Jean François Champollion nació el 23 de diciembre de 1790 en Figeac, en la Francia meridional. Su padre, que era librero, y su madre, siempre enferma, casi no se ocuparon de él.
Tuvo que ser su hermano Jacques-Joseph, doce años mayor, quien tutelara la formación de un niño precoz hasta el punto de que aprendió a leer, solo, a los cinco años. Siempre fue refractario a la disciplina escolar, por lo que su hermano, residente en Grenoble, decidió que un religioso local se hiciera cargo de su educación. Así recibió Jean-François las primeras nociones de latín y griego y empezó a demostrar su capacidad para las lenguas. A los diez años marchó a Grenoble, junto a Jean-Jacques, donde prosiguió su formación y sumó el hebreo, el árabe, el siriaco y el caldeo a su prodigioso dominio del latín y el griego. Joseph Fourier, secretario del Instituto de Egipto, puso a Champollion en contacto con las investigaciones más avanzadas del momento sobre Egipto.
Fue entonces cuando se despertó la incontenible pasión del joven estudioso por el país de los faraones, y decidió resolver el mayor reto al que se enfrentaban los lingüistas del momento: el desciframiento de los jeroglíficos egipcios. A ese objetivo consagró su extraordinario conocimiento de las lenguas orientales, cuyo estudio ahondó en París entre 1807 y 1809; allí amplió sus intereses al copto, lengua que desempeñaría un papel decisivo en su triunfo final. Ni su precaria salud, ni sus siempre escasos recursos económicos, ni los sinsabores que le reportaron la envidia de ciertos sectores académicos y los vaivenes políticos en Francia lograrían apartarlo de su propósito.
Había un objeto que parecía contener la clave para acceder a los secretos de aquella enigmática escritura: la piedra de Rosetta, un fragmento de una antigua estela hallado por un soldado francés en la localidad egipcia de aquel nombre, en 1799, y que los ingleses se llevaron como botín de guerra a Londres tras derrotar, en 1801, a las tropas napoleónicas en Egipto. La estela contenía un decreto sacerdotal en honor del faraón Ptolomeo V, datado en el año 196 a.C. y grabado en jeroglíficos, en demótico (la antigua lengua egipcia) y en griego.
Los eruditos confiaban en que, a partir de la inscripción griega de la piedra de Rosetta, podrían descifrar los textos en escritura demótica y jeroglífica de la estela. Y así fue, pero no se trató de un camino fácil: desvelar el secreto de los jeroglíficos costó más de veinte años de ímprobos esfuerzos. El joven Champollion triunfaría allí donde se había encallado el científico y lingüista inglés Thomas Young. Su incansable recopilación y comparación de miles de signos procedentes de inscripciones, obeliscos y papiros de todas las épocas le demostró que había más de trescientos jeroglíficos, demasiados para tratarse de fonogramas, es decir, para que a cada uno le correspondiera un sonido.
El 23 de diciembre de 1821, fecha de su 31 aniversario, se le ocurrió contar todos los jeroglíficos de la piedra de Rosetta. Eran 1.419, y las palabras del texto griego ascendían a 486. Por tanto, los jeroglíficos tampoco eran ideogramas (signos que representan una idea). De todo ello dedujo una idea fundamental: el texto jeroglífico estaba formado por una combinación de ideogramas y fonogramas. Sin embargo, los jeroglíficos podían tener más de un significado. La fluidez de Champollion con el copto le permitiría deducir los posibles significados de palabras egipcias en el estadio final del proceso de desciframiento, porque muchos términos coptos eran similares a los que se habían empleado un millar de años atrás. Había logrado desvelar el misterio de la escritura jeroglífica: sus signos tenían a la vez un valor fonético e ideográfico.

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